29/08/2013

La trágica deriva del mundo islámico

Artigo de Jerónimo Páez, advogado espanhol.

Raro es el día que no nos depara una sorpresa. Cada vez es más evidente que apenas entendemos lo que sucede. Celebramos, con razón, la caída de los dictadores como Ben Ali y Mubarak, aunque durante años los apoyamos como baluarte protector y represor de la marea islamista. Celebramos a continuación la llegada al poder del islamismo “moderado”, aunque era para preocuparse tanto como para alegrarse.
Una democracia real es algo más que unas elecciones democráticas. No se transforma un pueblo de la noche a la mañana y no siempre democracia y libertad son sinónimos. Unas elecciones pueden dar el poder a partidos no democráticos dispuestos a marginar o acabar con quienes no compartan “sus objetivos”. En principio, no hay por qué considerar que el islamismo político no pueda gobernar democráticamente, respetando incluso a quienes no comulguen con sus valores. Pero para ello tienen que replantearse sus propios esquemas ideológicos, ser tolerantes, renunciar a imponer un modelo único de sociedad y mantener las libertades fundamentales. En el fondo el islamismo político se encuentra con el mismo dilema que los partidos comunistas en los inicios del siglo XX: aceptar el sistema democrático con el riesgo de que esta vía les impidiera conseguir su utopía de una sociedad sin clases; o imponer la dictadura del partido único para alcanzar el objetivo.
Ya sabemos lo que sucedió. También que los que más sufrieron fueron sus propios ciudadanos. La otra opción era conseguirla por vía democrática el eurocomunismo. Conocemos el resultado; supuso el hundimiento del partido comunista. Los ciudadanos, cuando son libres, no siempre quieren que se les imponga un determinado modelo de sociedad. Ni siquiera en el mundo musulmán, aunque a veces creamos lo contrario.
La segunda exigencia es que el Gobierno sea eficaz, que genere riqueza y empleo, y aumente el bienestar social. Esta condición hoy día es para muchos ciudadanos de los países emergentes más importante que la primera. De hecho, regímenes autoritarios como el de China son estables gracias a su éxito económico.
No parece que el Gobierno de Morsi hubiera apostado por una sociedad plural y tolerante. Tampoco que fuera mínimamente eficaz en términos económicos. Es evidente que se puede gobernar mejor de lo que lo han hecho los Hermanos Musulmanes, pero nadie ha explicado cómo se puede elevar el nivel de vida de un país casi desértico aunque lo riegue el Nilo, que el año 1960 tenía una población de poco más de 20 millones de habitantes y hoy día anda alrededor de 80 millones; un país pobre, con una población joven de casi el 50%, con una tasa de analfabetismo de alrededor del 40%, que utiliza la mayor parte de sus ingresos en mantener un aparato burocrático sobredimensionado e ineficaz y también el mayor ejercito de África.
Los errores políticos y económicos han provocado el golpe militar egipcio. Con preocupación lo recibimos. Los derrocamientos de un Gobierno democrático casi siempre generan represión y desgraciadamente así ha sucedido. Se ha producido una violencia inadmisible con cientos de muertos que ha dejado al país al borde de la guerra civil. Hemos sido y solo hemos criticado suavemente lo sucedido. Las razones no están nada claras. En alguna medida preferimos la represión a que permanezcan en el poder los Hermanos Musulmanes, lo que tan solo hace un par de años celebramos cuando cayó Mubarak.
Pero esta caótica situación no solo la encontramos en Egipto. También, en alguna medida, en Libia, en Túnez y en Irak. Ahora incluso Obama parece decidido a intervenir en Siria con el apoyo de Gran Bretaña, Turquía y Arabia Saudí —y la Unión Europea como convidado de piedra—, sin el beneplácito de las Naciones Unidas. Sabemos de la deriva criminal del régimen sirio, pero poco sabemos de cómo unas revueltas juveniles han dado lugar a una cruenta guerra civil. Tampoco quiénes realmente han armado a los rebeldes. No deja de ser preocupante y alguna reflexión merece que las minorías, entre otras las cristianas, apoyen a los regímenes militares represivos antes que a los Hermanos Musulmanes o a la oposición siria. Puede que el régimen de El Asad haya utilizado armas químicas, lo que además de ser una locura criminal es inexplicable, salvo que desee suicidarse políticamente.
Oriente Próximo se encuentra más dividido que nunca, se ha convertido en un polvorín. Más allá de quienes piden, quizá con más corazón que otra cosa, que de nuevo encendamos otra mecha en el mismo olvidan lo que ha sucedido en Irak. Lo que se impone aunque pueda ser utópico, no son ni intervenciones ni conversaciones bilaterales, sino una Conferencia de Paz y Progreso en la región, en la que participen todos los países afectados junto con EEUU, Rusia y China; una conferencia en la que se aborde el reconocimiento del Estado Palestino, la desnuclearización de la zona, se abran negociaciones de paz en Egipto, Siria e Irak y en la que finalmente se acuerde además la creación de una especie de Plan Marshall para generar una economía productiva y sostenible utilizando eficazmente sus grandes recursos financieros, que mermarán ostensiblemente cuando disminuyan las reservas de gas y petróleo. Todo ello pasa por promover un control de la natalidad y por reducir los gastos en armamento, además de establecer las bases de una cooperación social, económica y política que permita a esta atormentada región ver alguna luz en el horizonte.

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